martes, 20 de julio de 2010

Berbel - nota

BERBEL. NOTA.

Vine a Madrid como llegan las olas a mi playa: en un descuido del destino. Llegué desde la geografía estirada de la infancia que no tiene carné de identidad, ni pasaporte alguno de fronteras. Sonajero de risas y escapada de espuma estuve en el Madrid extraño de mis cosas, el del frío, la bufanda, los guantes de lana y el gorrito de fieltro y… “tápate la boca al salir” del Doré y “no tires al suelo las cáscaras de las pipas” en los cines de verano. Como una gaviota blanca del Mediterráneo que esperase el Atlántico de su futuro, perdida en el asfalto y guiñándole el ojo a Las Meninas o contemplando extasiada a aquel hombre triste de la mano en el pecho del Museo del Prado. Vine a Madrid porque ya estaba en mí sus costas, sus sabores añejos, la lluvia y mis botas de agua, diminutas; el sereno y el hombre bueno del organillo y hasta los sabañones y las gripes. Arañando sus calles, jugando a la comba cuando era “la viudita del Conde Laurel” en El Retiro y echándole migas a los patos del lago, estuve, estuve en ese otro Madrid de siglos míos. Sin ser jamás “la flor de Chamberí” ni la chicuela de un chotis, me tragué todo lo que decía Bobby Deglané en aquella radio de madera y hasta me enteré que existía un tal Perico Chicote. Ah, y conocí a “la emperatriz de Lavapiés” desde que vino al mundo Chelito, en el Gómez Ulla de Carabanchel, para compartir conmigo los conciertos de la Villa y Corte. Suspirando a castizo todo lo que tocaba, las zarzuelas se merendaban conmigo las tardes de granizo y el brasero de la mesa de camilla entre los cuentos de Calleja y Perrault, los cromos y el Florita. Vine a mordisquear todos los nombres sustantivos y propios a mi alcance: los barquillos, las fiestas de guardar, el negrito del Cola-Cao, himnos, uniformes, marchas y desfiles militares, el lugar de los inválidos en los autobuses, los viejitos al sol en los bancos de las plazas, la enciclopedia Miñón, el Catón y el Guerrero del antifaz, la Arganzuela, Curtidores de Cascorro y El Rastro, La Latina y la estación de Atocha, las Vistillas, las boticas, Norit el borreguito, Marcelino, pan y vino, los caballitos del tiovivo, el Nodo, el Palacio Real y la Plaza Mayor por navidades, la Posada de la Villa y Chamberí, los “Bartolillos” y los pasteles de Gloria por Cuaresma o las horchatas y limonadas en los veranos de las heladerías antiguas, los hilos del tranvía y las prisas de la gente que no puede tener una playa que llevarse a la boca… Vine a Madrid, y ahora voy y vengo, a la sombra del kilómetro cero de la Puerta del Sol de todas mis partidas. Soy una más de El Bosque de los Ausentes o El Bosque del Recuerdo, con el sonido del Cant dels ocells (“Canto de los pájaros”) y el silencio de cristal cilindro del Vacío Azul.

3 comentarios:

  1. Cuando te he leido, inmediatamente ha venido a mi memoria mi Madrid, el autentico, el grande y misterioso. Gracias.

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  2. Me encanta, me dibuja perfectamente un Madrid que no conocí, pero que tiene retales del que conozco ... cosas que no cambian, que se empeñan en permanecer no sólo en la memoria de unos cuantos, por no decir unos muchos. Ese libro es un tesoro.

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